Lo mío, lo mío
La voz de María
Tomás siempre fue un buenazo con las palabras. Nunca fue guapo, desde niño fue chaparro y gordo. Eso lo obligó a aprender el arte de la persuasión, primordialmente para engatusar a las viejas y que le hicieran caso. Pero con el tiempo lo aplicó a otras cosas y se hizo todo un experto. A sus 26 años, ya había sido capaz de convencer a 3 CEOs de megacorporaciones de hacerle tratos millonarios.
Obviamente, empezó a usar su capacidad para lograr lo que siempre había soñado: que cualquier mujer hiciera lo que él quisiera.
Su poder creció tanto que ya no sabía qué hacer con tanto dinero. Su seducción fue tal que se aburrió de la facilidad con la que conseguía viejas de todos colores y sabores.
Su búsqueda de nuevas aventuras lo hizo terminar sentado en la primera fila de una iglesia presbiteriana. El coro cantaba “Divina Gracia”, y Tomás estaba como atornillado a la butaca, con la boca medio abierta mientras veía cantar a María Ángeles Esther Gómez, una jovencita tan pura y perfecta que parecía esculpida en mármol.
Su expresión era siempre neutral, como si no estuviera consciente de lo que la rodeaba, como si estuviera por encima del mundo. Pero su voz perforaba el pecho de Tomás como una lanza, y al mismo tiempo lo cubría con un manto de transparencia absoluta, con una textura más fina que el mismo aire. Tomás se sintió sucio, pesado e indigno; y vio en ella su oportunidad de redención.
Tomás dejó de tomar, drogarse, estafar y coger para sentirse digno de ir cada domingo a escuchar a María. Después de varios meses de limpiar su alma, se atrevió a acercarse a ella e invitarla a salir. Se dio cuenta que además de ser perfecta por fuera, era la mujer más dulce e inocente que había conocido en su vida.
Tomás la llevó a comer y a tomarse un café en Coyoacán. Se enamoró más en cuestión de minutos; con cada palabra, con cada gesto, con cada una de las cosas tan raras que decía María. Tan raras.
Un día cualquiera, la quiso besar y ella se negó. Aparentemente no le gustaba el contacto físico. Tomás se desesperaba por ser el dueño de su afección, gritó que la amaba y que necesitaba saber si ella sentía lo mismo. María sólo le dijo que eventualmente aprendería a amarlo tanto como él a ella. En su desesperación, Tomás volvió a usar sus técnicas de persuasión para convencerla de que le entregara su corazón.
Al otro día, el corazón de María le llegó por correo en una cajita, acompañado de una nota escrita a mano: “Cumplí mi promesa, te amé tanto como me pediste”.
Ay Tomás, si la amabas tanto, tenías que haber sabido que tenía síndrome de Asperger.
Comerse un taco de chuleta con queso y una quesadilla sin queso. #LógicaMexicana